La semilla como materia política

Blanca de la Torre

Son numerosos los artistas que desde hace tiempo han tomado como punto de partida de su trabajo la semilla, un material donde confluyen ciencia y legalidad, ética y ecología, economía y política.

El comienzo de la genealogía de este tipo de piezas podemos ubicarlo en los años setenta, cuando el artista Hans Haacke realizó sus Bowery Seeds. La idea del artista consistió básicamente en permitir que las semillas que pudiesen llegar por migración natural germinasen en un pequeño montón de tierra virgen que dispuso en la azotea de su estudio de Manhattan.

La semilla se configura como un material intrínsecamente político que desde lo más simple puede hablar de resiliencia, de soberanía alimentaria, de resistencia contra el poder corporativo, así como de biopiratería.

Se considera como biopiratería el aprovechamiento ilegal o desigual, mediante el uso de la propiedad intelectual, tanto de los recursos biológicos de países en desarrollo como del conocimiento que poseen las comunidades indígenas, con el fin de apropiarse de la exclusividad de sus derechos y así explotarlos comercialmente. Disfrazada de “innovación”, la forma común en que se lleva a cabo la biopiratería moderna se relaciona con el uso de organismos modificados genéticamente (OMG), una práctica que criminaliza la biodiversidad y el cuidado de las semillas.

Además de las conocidas consecuencias para la salud, tanto de los animales –humanos y no humanos– como del planeta, subyace el drama social situado tras este tipo de prácticas que ha causado la ruina de granjeros y campesinos y que a la fecha solo en India ha ocasionado más de trescientos mil suicidios.

Este drama queda perfectamente retratado en el documental del cineasta Micha Peled Bitter Seeds, que se centra en Vidarbha, la ciudad de India conocida como el “cinturón del suicidio”, desde que se aprobó en 2002 el algodón conocido como BT.

Por su parte, la filósofa y activista india Vandana Shiva coloca las semillas en el centro de las múltiples crisis conectadas entre sí a las que nos enfrentamos hoy día: hambruna, malnutrición y enfermedades, cambio climático y pérdida de biodiversidad, y la corrupción de las democracias junto con el ataque, por parte de las corporaciones, a la libertad de las personas. Todas ellas tienen como núcleo los temas del control, la producción y la soberanía sobre las semillas (1).

Hablamos, por lo tanto, de patentes, del derecho a la propiedad intelectual sobre la propia vida y de lo que Shiva llama “el control corporativo de la vida”. Esta misma agricultura industrial, generadora de hambre y enfermedad, es la que más está contribuyendo al cambio climático y a la erosión de la biodiversidad. No olvidemos que el 40% de las emisiones de gases de efecto invernadero proviene de este modelo de agricultura industrial.

En nombre de la innovación se ha forzado a los países a usar determinados químicos y tecnologías, y la pregunta es si podemos y debemos confiar en el desarrollo tecnológico de un sistema que nos ha llevado a este punto de no retorno.

Así, hace apenas unos meses, en mayo de 2017, entró agua en el supuestamente inexpugnable Banco Mundial de Semillas (Svalbard Global Seed Vault), que el gobierno de Noruega construyó en el Ártico para albergar casi un millón de semillas como respuesta ante el deterioro alarmante de la biodiversidad. Una vez más, la tecnología volvió a fallar y el cambio climático ganó la batalla, pues el permafrost donde está excavada dicha bóveda no resultó ser tan estable como se había creído. Sin embargo, solo se inundó el túnel de acceso y afortunadamente las semillas siguen estando a salvo.

Ya en 2004, cuatro años antes de que se inaugurara la mencionada bóveda subterránea, el proyecto de Fernando Garcia-Dory Seeds in net/Seed network propuso una colaboración entre hackers, pequeños granjeros y artistas para el mantenimiento del libre intercambio de semillas en peligro de extinción. La obra funciona como una especie de banco virtual de semillas y consiste en una base de datos a modo de intranet con una información exhaustiva sobre las diferentes variedades; de esta forma propone nuevas maneras de autoorganización al conectar entre sí personas, plantas y pantallas.

En una tónica similar Ursula Schulz-Dornburg señalaba ya en 1999, en su obra Where Traditional Species Die Out, Humanity Loses Part of Its History and Culture, el dramático empobrecimiento de la biodiversidad y la conflictiva relación con la biotecnología. La artista alemana mostraba que son miles las variedades de trigo que han existido y, a la vez, apuntaba al hecho de que aquellas que la biotecnología ha desarrollado son mucho menos numerosas. Esto lo hacía mediante una instalación que consistía, por un lado, en una larga hilera de pequeñas cajas de aluminio con semillas reales y, por el otro lado, en una serie de sesenta y tres fotografías que muestran cincuenta y nueve de las sesenta y seis mil muestras de semillas archivadas en el Instituto Vavilov de San Petersburgo, el banco de semillas más antiguo del mundo.

A estas alturas se ha perdido un 93% de las variedades de cultivos alimenticios por causas puramente antropogénicas, unas causas que cargan con la mayor parte de la responsabilidad de la situación de ecocidio del momento presente, injustamente llamado “antropoceno”. Este manido término acaba siendo demasiado genérico y evade la compleja red de implicaciones coloniales, ecológicas y políticas tras el deterioro ecológico del planeta. En cambio “capitaloceno”, el término utilizado por, entre otros, Donna Haraway, Andreas Malm y Jason Moore (2), caracteriza de un modo más acertado nuestra época como la era del capitalismo. Tampoco se equivoca Peter Sloterdijk cuando sugiere el empleo de “euroceno” o “tecnoceno iniciado por los europeos” (3). También Nicholas Mirzoeff es bastante preciso cuando habla de “White Supremacy Scene” o “época de la supremacía blanca” (4).

La artista canaria Luna Bengoechea utiliza asimismo desde hace ya un tiempo las semillas en sus propuestas, y lo hace disponiéndolas como mandalas y mosaicos que ha expuesto en museos, por ejemplo el MUSAC de León y el CAAM de Las Palmas, y también en diversos lugares de Latinoamérica.

En su último proyecto realizado para el CAAM utilizó semillas de soja mezcladas con semillas locales; éstas enfatizan la importancia de lo local y el desarrollo de las variedades tradicionales, a las que da la forma del ojo inserto en la cúspide de la pirámide que aparece en los billetes de dólar.

Este ojo, el del mercado, funciona como símbolo de control y dominio. En la obra la soja está mezclada con arroz, y para conseguir ambas semillas la artista ha tratado de apoyar a los pequeños comercios. De esta forma su trabajo se dirige desde lo local a lo global, y desarrolla un discurso transnacional que habla de la soberanía alimentaria y de la importancia de construir otras alternativas de resistencia en contra el poder corporativo.

Bengoechea no eligió la soja al azar, sino que lo hizo desde la consideración de que ésta y el maíz son los únicos transgénicos autorizados en la Unión Europea para el consumo humano, presentes en más del 60% de los alimentos transformados, y que a todo ello hay que sumarle el vacío legal existente al no ser obligatorio etiquetar los productos alimentarios cuya materia prima son animales que han sido alimentados con OMG.

El discurso sobre los transgénicos se expresa de una manera directa en el trabajo de Bengoechea. En él son los propios materiales los que hablan y potencian el mensaje mediante una iconografía claramente identificable, la del dólar, dado que es la multinacional norteamericana Monsanto la que controla el mercado mundial de estas semillas y sus productos asociados. Además esta corporación posee el 90% de los transgénicos del mundo.

Monsanto es además la propietaria de una patente que cubre toda la soja transgénica, cualquiera que sea su fin y la tecnología que se utilice. El herbicida asociado a la soja transgénica RR de Monsanto es el temido glifosato, que está cada vez más presente en el agua, el suelo y los alimentos, y cuyos efectos sobre los ecosistemas son imprevisibles.

A medida que el imperio Monsanto fue aumentando su expansión por América y lograba colonizar gran parte del sur global fueron creciendo las zonas de resistencia. En 2014 el Congreso de la República de Guatemala aprobó una ley, conocida como Ley Monsanto, que abogaba por el maíz transgénico, y hacía peligrar la autonomía alimentaria del país; fueron los pueblos indígenas quienes más se opusieron, y quienes finalmente lograron que la ley se derogase.

En su obra Mazorca, Regina José Galindo realizó una acción en un maizal de Guatemala, un país que durante la guerra civil padeció la quema deliberada y la destrucción de las plantaciones de maíz por parte del Ejército Nacional, con la intención de destruir las comunidades indígenas, que se consideraban como las bases de la guerrilla.

Galindo se mantiene en ese trabajo performático oculta dentro de un maizal mientras cuatro hombres lo van segando a machetazos hasta que, finalmente, la dejan al descubierto. Durante unos minutos Galindo permanece allí de pie, desnuda sobre el maíz arrasado.

Carma Casulá señala hacia la misma multinacional en Monsanto no es Santo de mi devoción, un banco de memoria de agricultores que la artista lleva años desarrollando sobre el cultivo tradicional y la cultura familiar de la tierra. Existen los bancos de semillas, pero no los “bancos de memoria”. Su objetivo es preservar no solo el aspecto material de los cultivos tradicionales, sino también las formas de vida y las culturas relacionadas con las semillas. Casulá lleva a cabo este proceso recopilando los relatos visuales y literarios de las experiencias de sus protagonistas, unos relatos que revelan el lado humano y sociológico del mundo agrario y su valoración de un bien que ellos consideran lo más importante de preservar. En el panorama actual del mercado de alimentos, entregado de manera progresiva al cultivo industrializado y al notable aumento de la agricultura expansiva –que multinacionales como Monsanto o Pionner, con sus imperativos transgénicos, facilitan–, las pequeñas economías familiares, basadas en la agricultura tradicional, se mantienen cada vez más como espacios de resistencia.

El uso de las semillas transgénicas y la expansión de los monocultivos se defiende desde la idea de progreso y como panacea para terminar con la hambruna, cuando resulta que estamos en un sistema que desperdicia el 50% de los alimentos a nivel global. La Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) afirma que la cantidad de alimentos que la tierra produce basta para alimentar a toda la población mundial. La verdadera idea de progreso está en la aplicación de técnicas sostenibles, en la protección de la biodiversidad y en el desarrollo de modelos de producción justos y que apoyen las economías locales y los pequeños productores.

A todo esto hay que añadir los Tratados de Libre Comercio de la World Trade Organization (WTO), que son la consecuencia de las alianzas perversas entre los gobiernos y las corporaciones agroquímicas y que desembocan en una suerte de dictaduras totalitarias y de esclavitud alimentaria.

Esta complicidad de los discursos oficiales, que están puestos al servicio de las grandes corporaciones, la denuncia Asunción Molinos Gordo con su Museo Agrícola Mundial (WAM), un museo ficticio inspirado en la estética del Museo de Agricultura de El Cairo. A través de una estética deliberadamente decadente y colonial la artista presenta los discursos actuales en torno a la ingeniería genética de los alimentos, la propiedad intelectual sobre las semillas, los acuerdos internacionales de comercio y su relación con la inseguridad alimentaria.

En el museo se funden realidad y ficción a partir de datos cuyo origen se localiza en fuentes que van desde la FAO y las organizaciones de campesinos hasta el discurso científico oficial. La jerarquía de estos discursos se señala mediante el uso de recursos museográficos, y así se sitúa la propaganda dominante en los lugares privilegiados y se deja sobre el suelo el material que proviene de las investigaciones independientes o de las agrupaciones campesinas.

De esta manera la artista pone de manifiesto las incoherencias que hay en el relato hegemónico sobre la crisis alimentaria, y juega con la parodia y lo naïf para generar dudas sobre las ambigüedades en el status quo del sector agrícola.

Las semillas también pueden funcionar como un importante depósito de la historia, algo que se aprecia en el trabajo de artistas como Maria Theresa Alvez o Uriel Orlow.

En Seeds of Change: A Floating Ballast Seed Garden (2012 – 2016), Alvez resiguió, a partir de la historia de Bristol, los viajes que las semillas hicieron de forma accidental en el lastre de las embarcaciones que realizaban los intercambios comerciales entre América, Asia, África y los diferentes países europeos. Algunas de estas semillas crecieron en el entorno del paisaje inglés. Alves localizó algunos de estos lugares donde se depositó el lastre, tomó muestras de esa tierra, e hizo que sus propias semillas germinaran en un jardín-lastre que también funcionó como foro participativo en torno a la historia y el paisaje de Bristol. Años después trasladó de nuevo esta propuesta a un jardín flotante en la misma ciudad mediante el que también conecta con su historia económica y social.

Por su parte Uriel Orlow tomó como base de partida la semilla de la flor amarilla conocida como ave del paraíso, que es generalmente de color naranja y es endémica de Sudáfrica.

Durante los 18 años que estuvo preso, Nelson Mandela creó en la cárcel, junto con algunos compañeros, un jardín que desempeñó, entre otros, un papel tan importante como el de hacer de escondite de su biografía. En 1994, al convertirse Mandela en presidente, la flor –que había pasado por un proceso de polinización selectiva manual cuya duración coincidía con el periodo del confinamiento– fue renombrada como “oro de Mandela” y desde entonces se mantiene encerrada para protegerla de un depredador europeo, la ardilla gris, que llevó a Sudáfrica el colonizador Cecil Rhodes.

Las semillas como recipientes de memoria, pero también como fuentes de resiliencia, conforman el proyecto que Hiroshi Sunairi lleva desarrollando desde 2005, el Tree Project, en el que se han involucrado casi quinientas personas de veintitrés países diferentes.

En Hiroshima se contaba que tras el fatal bombardeo de EEUU de 1945 la población no esperaba que algo pudiera florecer hasta pasados setenta y cinco años. Sin embargo, de los restos de los árboles quemados comenzaron a surgir brotes y esto dió mucho ánimo a la gente en un momento de profunda desesperanza. A estos árboles se les conoce como hibakujumoku (árboles bombardeados / árboles supervivientes). Sunairi recolecta sus semillas para distribuirlas a lo largo del planeta, y realiza el seguimiento de los participantes a través de la web del proyecto (http://treeproject.blogspot.com)

Las posibilidades regenerativas de las semillas se pueden relacionar con las llamadas “Restaurationist Aesthetics” o estéticas de la regeneración o recuperación, cuyos orígenes se remontan a los finales de los años sesenta.

En una versión más actual, la norteamericana Basia Irland realiza sus icónicas esculturas de libros congelados. Tras efectuar una investigación sobre las semillas endémicas de las zonas en donde desarrolla sus proyectos, Irland crea sus libros colocando en ellos las semillas a modo de texto, los congela, y a continuación los deposita en el río para que liberen las semillas a medida que se van descongelando. De esta manera se podrían repoblar las riberas.

Estos son solo algunos de los ejemplos que demuestran, en palabras de T. J. Demos (5), dos cuestiones: de una parte está el potencial que ofrece el arte para repensar la política, de la otra la relación del mismo con la ecología desde una bien meditada consideración que demuestra los lazos inextricables que existen entre la naturaleza, la economía, la técnica, la cultura y las leyes.

La semilla se ha convertido, así, en un símbolo de poder de doble filo, el de la semilla de las corporaciones en su lucha por el monopolio y el de la semilla como fuente de vida, resiliencia y justicia ambiental.

Ya que, como comentaba Lucy Lippard, “los artistas pueden deconstruir los modos en que somos manipulados por los poderes y pueden ayudarnos a abrir los ojos para mirar hacia lo que deberíamos hacer para resistir y sobrevivir.” (6)

(1) Shiva, V., Seed Satyagraha. Civil Disobedience To End Seed Slavery. Florence: Navdanya International, 2015, p. 5.
(2) Donna J. Haraway, Staying with the Trouble: Making Kin in the Chtulucene, Durham: Duke University Press, 2016, p. 101.
(3) Peter Sloterdijk, “The Anthropocene: A Process-State at the Edge of Geohistory?”, en Art in the Anthropocene: Encounters Among Aesthetics, Politics, Environments and Epistemologies, ed. Heather Davis and Etienne Turpin, Londres: Open Humanities Press, 2015, pp. 327-328.
(4) Nicholas Mirzoeff, “It’s Not the Anthropocene, It’s the White Supremacy Scene, Or, the Geological Color Line,” en After Extinction, ed. Richard Grusin, Minneapolis, University of Minnesota Press, forthcoming, 2016, p.17.
(5) T. J. Demos,  Decolonizing Nature. Contemporary Art and the Politics of Ecology, Berlin, Sternberg Press, 2016.
(6) Lucy Lippard, Weather Report: Art and Climate Change. Colorado, Boulder Museum of Contemporary Art, 2007, p. 6.

 

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